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jueves, 4 de junio de 2020

Encuentran la materia que le faltaba al universo

Después de más de 20 años de búsqueda, los astrónomos han encontrado por fin la materia ordinaria que faltaba por detectar y resuelto uno de los grandes misterios de la cosmología moderna.

La materia ordinaria, constituida por los protones y neutrones que forman las estrellas y los planetas, representa solo un 5% de la densidad del universo, según las últimas estimaciones. El resto del universo es un 25% de materia oscura y un 70% de energía oscura, que nadie ha visto directamente.

Por las mediciones del Big Bang, los astrónomos han sabido cuánta materia había cuando comenzó la historia del universo, pero nunca habían localizado la mitad de esa materia que, según sus cálculos, debía estar en alguna parte.

Eso es lo que ha conseguido ahora un equipo internacional de astrónomos liderado por Jean-Pierre Macquart, del Centro Internacional de Investigación de Radioastronomía (ICRAR) en Australia. Los resultados se publican en la revista Nature.

La dificultad para encontrar la materia faltante era una cuestión de dimensiones: equivale a uno o dos átomos de una oficina ordinaria. Con los telescopios actuales no había sido posible hasta ahora detectarla.

Nuevo camino: FRB

Los investigadores pudieron detectar la materia faltante utilizando el fenómeno conocido como ráfagas de radio rápidas (FRB): breves destellos de energía que parecen provenir de direcciones aleatorias en el cielo y que duran solo milisegundos.

Los científicos aún no saben todavía qué origina estos destellos, pero contienen una energía equivalente a la cantidad liberada por el Sol en 80 años. Han sido difíciles de detectar porque los astrónomos no saben cuándo y dónde buscarlos.

Pero han servido para detectar la materia que faltaba: los astrónomos las han usado como estaciones cósmicas de seguimiento.

Diferentes frecuencias

Como estas FRB se dispersan también a través de la materia faltante, los astrónomos han medido las distancias que recorren y determinado así la densidad del universo.

Ha bastado medir las distancias que recorren seis FRB para encontrar la materia faltante: a medida que viajan a través del universo, los FRB se dispersan y ralentizan por la materia que atraviesan.

Cada frecuencia de energía de radio se ralentiza de manera diferente y ese fenómeno puede medirse: la materia que falta en el universo dispersa los FRB a diferentes frecuencias.
 
Telescopio clave

Para detectar y medir esas frecuencias, ha sido clave el radiotelescopio de la sonda australiana de kilómetros cuadrados CSIRO (ASKAP).

“ASKAP tiene un amplio campo de visión, aproximadamente 60 veces el tamaño de la Luna llena, y puede obtener imágenes en alta resolución”, explica uno de los autores, Ryan Shannon, en un comunicado del ICRAR.

Y añade: “eso significa que podemos capturar las explosiones con relativa facilidad y luego determinar las ubicaciones de sus galaxias anfitrionas con una precisión increíble”.

El equipo de investigación también precisó la relación entre lo lejos que está una ráfaga de radio rápida y cómo se dispersa a medida que viaja por el universo.

“Hemos descubierto el equivalente de la Ley Hubble-Lemaitre para galaxias, solo para ráfagas de radio rápidas”, precisa Macquart. “La Ley Hubble-Lemaitre, descubierta en la década de 1920, sustenta todas las mediciones de galaxias a distancias cosmológicas”.

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domingo, 17 de mayo de 2020

Encuentran toxinas en la Antártida por primera vez

Las ficotoxinas son sustancias liberadas por organismos marinos que conforman el fitoplancton, que, a su vez, constituye el alimento para otros organismos. Si bien estas toxinas resultan inofensivas para gran parte de los animales que las consumen, en humanos causan problemas de salud de diversa gravedad y pueden incluso ocasionar la muerte. Cuando éstas se encuentran en niveles altos, se produce un fenómeno conocido como “marea roja”, tal como ocurrió recientemente en el Canal Beagle, afectando a la ciudad de Ushuaia. Esto representa un grave peligro para la salud pública por lo que cada vez que ocurre se prohíbe la comercialización y el consumo de bivalvos, como por ejemplo mejillones.

Recientemente, un estudio reveló por primera vez la existencia de ficotoxinas en Antártida, pero los niveles registrados son muy bajos y los bivalvos que se alimentan de los organismos que las producen no son consumidos por humanos. Por lo tanto, este hallazgo, en principio, no constituye una alerta para la salud humana, aunque tiene una gran relevancia científica y ambiental.

Irene Schloss, investigadora del CONICET en el Centro Austral de Investigaciones Científicas (CADIC,CONICET), del Instituto Antártico Argentino (IAA) y docente-investigadora de la Universidad de Tierra del Fuego, integra el grupo internacional que llevó a cabo la investigación y cuyos resultados se publicaron recientemente en la revista Polar Biology. Este equipo nuclea a científicos de las instituciones argentinas mencionadas, del Alfred Wegener Institut de Alemania y del Centro GEMA de Chile. “Este esfuerzo internacional constituye el primer registro de ficotoxinas en Antártida, aunque con anterioridad ya se habían detectado algunas especies potencialmente tóxicas. Las concentraciones que encontramos son bajas, por lo que no son alarmantes pero indican una presencia que se desconocía”, comenta la científica.

“Un dato curioso de la investigación es que sabemos cuáles son los organismos que producen estas toxinas pero no pudimos encontrarlos en el lugar, lo cual indica que su concentración también es baja. Se trata de unos organismos llamados dinoflagelados, del género Dinophysis. Éstos forman parte del fitoplancton y pueden ser autótrofos (se alimentan a través de la fotosíntesis) o mixótrofos (que además de fotosintetizar pueden alimentarse de materia orgánica)”, agrega Schloss.

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Investigadora en la Antártida. (Foto: Maité Latorre)

El trabajo constituye una alerta ambiental que indica que en la Antártida están dadas las condiciones para que se produzca un fenómeno similar al de la Marea Roja que se observa en otras latitudes. Pero al mismo tiempo abre una serie de interrogantes de índole científica. El hecho de que se registren por primera vez estas toxinas, ¿responde a una nueva capacidad técnica que permite determinar su presencia o a un fenómeno realmente novedoso? Por otra parte, estos organismos no siempre liberan toxinas, entonces ¿qué condiciones determinan que esto ocurra?, ¿podría constituir una respuesta a condiciones poco favorables del medio? Además, los dinoflagelados que se encuentran en bajas concentraciones, ¿siempre estuvieron en Antártida o son organismos que están migrando desde la región subantártica y colonizando los mares del continente blanco gracias al transporte marítimo o a las nuevas condiciones que propicia el cambio climático?

Estas son algunas de las múltiples preguntas que pueden aparecer ante fenómenos tan poco conocidos y, al mismo tiempo, de tanta relevancia en el contexto ambiental actual, donde el cambio climático muestra cada vez más sus efectos. En este sentido desde el CADIC -en el Canal Beagle-, y desde el Instituto Antártico Argentino -en Antártida- se monitorearán de modo sostenido estos ecosistemas para conocer cómo se están viendo afectados por el calentamiento global.

“Este trabajo resalta la importancia de la continuidad de los trabajos en el marco del observatorio de datos oceanográficos, tales como los que desde hace más de veinticinco años se mantienen en la Base Carlini –de Argentina- en Antártida así como la pertinencia de los contrastes con sistemas subantárticos tales como el canal Beagle, estudiado profusamente desde el CADIC, donde este fenómeno se observa en forma recurrente”, agrega Gustavo Ferreyra, investigador del CONICET y director del CADIC. Y dado que la ciencia avanza -no siempre en sentido lineal, si no muchas veces a través de atajos, bifurcaciones e incluso retrocesos- produciendo las preguntas indicadas para interpelar a los fenómenos; este descubrimiento señala un área estratégica de estudio, que aún está vacante y encuentra su punta de lanza en el sistema científico argentino. (Fuente: CONICET/DICYT)

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